Love on the Wi-Fi
- Renée Rodney

- Oct 14
- 6 min read
Topic: Romance
Level: B1 - C1 (Intermediate - Advance)
In a Havana park where everyone searches for Wi-Fi, Claudia only wanted to send a few messages. But when she meets Darío, a musician with more data than luck, another kind of connection begins: sharing megabytes, cookies, and dreams. Between blackouts, music, and promises, they discover that sometimes the strongest signal doesn’t come from the internet… but from the heart.

En el parque de la esquina, donde la gente se conecta al Wi-Fi de ETECSA como si fuera una fiesta silenciosa, Claudiaiba todos los atardeceres con su móvil y su banquito plegable. Llevaba en la mochila una libreta, dos tarjetas Nauta, un cargador medio pelado y un cablecito USB que cuidaba como oro. “Qué bolá, internetcito, no me falles hoy”, murmuraba cada vez que trataba de entrar al portal.
A las seis y pico, cuando bajaba el sol y el calor aflojaba, aparecía Darío con su bicicleta china, una sonrisa descarada y un termosito de café. Saludaba a todos como si fuera alcalde del parque. A Claudia le hacía gracia: “Ese asere conoce a medio mundo”, pensaba, mientras escribía mensajes a su prima en Madrid.
Aquel día, la conexión estaba haciendo de las suyas. El portal no cargaba, la página se caía, la gente refunfuñaba. Un señor gritó: “¡Qué clase de piña con el Wi-Fi, compay!”. Claudia, frustrada, respiró hondo. Darío, desde su banco, la miró de reojo y se acercó.
—Asere… digo, señorita —sonrió—, si quieres te comparto datos un ratico. Hoy estoy botando la bola: me sobraron megas.
Claudia dudó un segundo, pero la mirada de Darío era limpia.
—¿En serio? —preguntó—. Te pago con café, tengo galleticas.
—Dale, mi vida, comparte galleticas; yo comparto internet. Tú sabes, pa’ resolver.
Se sentaron juntos, espalda con espalda, como si fueran de toda la vida. Darío le pasó el hotspot (“clave: dario_el_mas_duro”, dijo riéndose) y Claudia por fin pudo mandar los audios a su prima: le contaba del curso de diseño, de la exposición que soñaba montar, de lo caro que estaban los materiales. Entre un audio y otro, Darío le ofreció café del termo.
—Soy Darío, pa’ lo que sea. ¿Y tú cómo te llamas, princesa?
—Claudia. Gracias por salvarme el día. Sin enviar estos trabajos no me aceptan la beca del taller.
—¿Tú diseñas? —se le iluminaron los ojos—. Yo soy músico… bueno, intento. Toco con un grupo por ahí, y subo cositas cuando el internet no está cortando el bacalao.
Se rieron. Hablaron de música, de diseño, de lo difícil y lo sabroso que era vivir en La Habana. Claudia le contó del apagón de anoche, de cómo dibujó a la luz de una vela.
Darío confesó que a veces vendía pan con tortilla por las mañanas para cuadrar la jama. “La vida apretá, pero aquí estamos”, concluyó.
La conexión se portó bien durante unos veinte minutos, un milagro. Al despedirse, Darío dijo:
—Mañana paso por aquí a la misma hora. Si la Wi-Fi se pone pesá, yo te resuelvo.
Claudia sonrió. —Mañana nos vemos.
Al día siguiente, la rutina se hizo costumbre. Ella con su banquito, él con su termo. Un día llevaron maní; otro, pan con pasta. Compartían datos, cuentos y silencios. Darío la escuchaba hablar de colores y tipografías; Claudia lo miraba embobada cuando, sin darse cuenta, golpeaba el banco con los dedos marcando un tumbao.
—Tú vas a llegar lejos —le dijo él una tarde—. Tienes esa cosa… ¿cómo se dice? “Fuego por dentro”.
—Y tú también —respondió ella—. Cuando te oigo, me dan ganas de mover la cabeza aunque no haya música.
Él se rió. —Ñooo, así sí me enamoran.
A Claudia se le subió el color a la cara. Cambió de tema.
—Mira, me respondieron del taller. Piden subir un portafolio con cinco piezas. Pero el archivo pesa un mundo.
—Tranquila, que hoy vengo con saldo. Hoy sí se sube eso, por mis timbales.
Con el hotspot de Darío, el portafolio empezó a subir lentico pero seguro. Quedaba 73% cuando, de pronto, se fue todo a negro. Apagón en el barrio. La gente del parque suspiró a coro; alguien bromeó: “¡Apagón, pero con clase!”. Darío y Claudia se miraron a media luz.
—Mi casa está a tres cuadras —dijo él—. Tengo power bank y velas. ¿Te da igual terminar allá?
Claudia dudó. No conocía tanto a Darío. Él lo notó.
—Si te da cosa, ven con tu amiga… o yo te cuido el banquito mañana, como tú digas.
Claudia respiró y decidió confiar.
—Vamos. Pero primero pasamos por la bodega, que debo comprar el pan.
Caminaron entre sombras. El aire tibio de La Habana olía a mangos y gasolina. En la bodega, Darío saludó al bodeguero; parecía conocer a todo el mundo. Llegaron a la casa: un cuartico con instrumentos, posters de músicos y una ventana abierta a un patio donde un gato dormía como un rey.
—Ponte cómoda, Claudia. Aquí lo único que falta es pintura, pero sobra cariño.
Sacó el power bank, encendió un candil y la conexión de datos volvió despacito. 74%… 82%… 97%… ¡100%! Claudia gritó bajito. Se le aguaron los ojos.
—Gracias, Darío. Si no fuera por ti…
—Ya, ya —dijo él, medio nervioso—. No me vayas a llorar, que me pongo blandito.
Se quedaron en silencio un segundo, sonriendo. El gato maulló. Se escuchó una radio lejana. Claudia guardó el móvil y se levantó.
—Me voy, que mi mamá se preocupa. ¿Mañana…?
—Mañana, mismo banco, misma hora. Palabra de músico.
Pasaron semanas. La beca del taller salió aprobada. Claudia, eléctrica de felicidad, corrió al parque con un dulce de guayaba para celebrarlo. Darío llegó tarde, cansado, con olor a fritura.
—¿Todo bien? —preguntó ella.
—La pincha por la mañana me tiene molido. Pero anoche tocamos en un bar y nos fue bien. Me ofrecieron tocar los jueves fijos.
—¡Qué bien! —Claudia aplaudió—. Yo también tengo noticias… ¡me aceptaron!
Darío la abrazó sin pensarlo. Fue rápido, torpe, sincero. Cuando se separaron, ambos se rieron, tímidos.
—Oye, Claudia —dijo él, rascándose la nuca—, el sábado vamos a tocar en el Vedado. Si quieres… puedes venir. Te guardo una silla alante.
—Voy. Pero tú me prometes que tocarás esa que suena a Yemayá bajando con olas.
—Prometido.
El sábado, el bar estaba a reventar. Salsa, son y un poco de timba. Darío, con su tres, guiaba al grupo con la alegría tatuada en la cara. Claudia lo miraba desde la primera fila, con los ojos bailándole. En el segundo set, él habló al micrófono:
—Esta va para alguien que me encontró internet cuando yo solo encontraba apagones.
—Miró a Claudia—. Se llama “Amor en la Wi-Fi”.
El público aplaudió. La canción empezó como una brisa y terminó como un incendio. Cuando bajó del escenario, Darío buscó a Claudia entre la gente. Ella estaba en la barra, con dos vasos de Cuba Libre.
—Brindemos —dijo ella—. Por los datos, por la música, por la suerte.
—Y por la señal —añadió él—. La que se cae, y la otra… la que tenemos nosotros.
Chocaron los vasos. El hielo tintineó. Afuera, La Habana seguía siendo La Habana: ruidosa, bella, cansada, viva.
—Claudia —dijo Darío, más serio—, me llamaron de un proyecto en Matanzas. Quieren que me vaya un mes a tocar. Pagan en MLC. Si lo cojo, me desaparezco un ratico.
Ella se quedó callada. En su cabeza, el taller, las colas, la casa; en el corazón, la canción que aún le vibraba.
—¿Y qué quieres hacer? —preguntó.
—Quiero ir. Pero… no quiero perder esto —dijo señalando el aire entre los dos—. Tú sabes.
Claudia lo miró fijo y puso la mano sobre la de él.
—Yo también quiero que vayas. Y tampoco quiero perder esto. Vamos a inventar. Yo te mando diseños, tú me mandas canciones. Nos vemos los domingos en videollamada, si el internet nos quiere. Y cuando regreses, seguimos con el parque, con el banco, con todo.
Darío soltó el aire que tenía agarrado.
—Ñooo, qué mujer más seria —dijo sonriendo—. Me acabas de salvar el corazón.
La música subió. Bailaron apretados. Él le susurró al oído:
—Claudia, me encantas.
—A mí también, cariño —susurró ella—. No te me vayas de la señal.
Al día siguiente, volvieron al parque. La Wi-Fi estaba caprichosa, como siempre.
Compartieron datos, galleticas y promesas. Darío programó su viaje; Claudia, su primer día en el taller. Se abrazaron largo cuando se despidieron, con ese miedo dulce de lo que importa.
—Nos vemos pronto —dijo él—. Palabra de músico.
—Te espero —dijo ella—. Palabra de diseñadora.
La pantalla del móvil mostró una notificación: Conexión inestable. Ellos se rieron. Sabían el truco: cuando la red flojea, uno pone el cuerpo, el tiempo y el corazón. Y eso, en La Habana, siempre conecta.




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